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28 diciembre 2011

LICENCIADO CANTINAS

No es difícil rastrear la huella de estos pasos del flamante Licenciado Cantinas en discos anteriores del maño, que no ha hecho con este disco sino llamar a la puerta que lleva intentando abrir con más o menos empeño durante los últimos diez años. En el trayecto de Tierra de Fuego a Río Grande, del mestizaje contemporáneo de New York al tex-mex del siglo XXI, los goznes que se abren al sonar los primeros acordes del bolero instrumental de Agustín Lara que inaugura el disco (cualquier spaghetti-western que se precie encontraría en esta pieza un perfecto soporte musical) no chirrían, sino que dan la bienvenida al personaje que sirve de base para un recorrido más emocional que académico por el cancionero latinoamericano y su alargada sombra. En su empresa, Enrique Bunbury asume el riesgo pero se reafirma en sus convicciones al reconocer el poso, y hacernos partícipes además, que muchas de estas canciones habitualmente relegadas al ámbito folclórico por oyentes e incluso presuntos roqueros de corte tradicional han dejado en su obra reciente y en su propia trayectoria vital. Y la verdad es que discutirle la jugada a alguien como él, puro talento e intuición, es a su vez algo más que discutible.

Una cosa está clara, y hace poco nos lo comentaba el mismísimo Jorge Ilegal, otro que últimamente ha virado sus pasos a la llamada de palos lejanos en tiempo y distancia: en las letras del bolero o el tango, sin ir más lejos, hay historias mucho más salvajes que en el rock and roll. Para demostrarlo basta un puñado de nombres, la mayoría de ellos injustamente desconocidos (hasta ahora, también para nosotros) y ya imprescindibles en nuestra lista de deberes futuros: Pablo Casas, Rafael Otero, Louie Ortega, los hermanos Simón, Willie Colón, Marcial Alejandro, Héctor Lavoe o el grandioso Atahualpa Yupanqui. Ellos escribieron palabras que se incrustan en el corazón y que ahora revive un Licenciado en arrabales, tabernas portuarias, desamores extremos, tragos amargos de tequila y mezcal y ante todo, experto en absorber y reinterpretar cualquier sonido que salga de esos estrechos ventanales y mugrientos soportales para llevarlo a la mismísima Plaza Garibaldi y vestirlo de occidentalidad. Otra cosa es que ese trabajo de puertas para adentro, esa intrincada red de conexiones sonoras y esa memoria sentimental propia sean entendidos por la amplia mayoría de su público, que por otra parte ya debería estar acostumbrado a estas alturas a los desvíos y fintas estilísticas del aragonés errante.

Para situarse en el centro de un dispositivo logístico que lo llevó a la frontera texana de Tornillo, concretamente a los estudios Sonic Ranch, donde reunió a sus músicos, los solventes Santos Inocentes, se rodeó de los que antes que él ya recorrieron esa transitada senda: Flaco Jiménez al acordeón, Charlie Musselwhite con su armónica, Dave Hidalgo y sus cuerdas fronterizas, Elíades Ochoa y la herencia del son cubano y el experto despliegue percusivo de Quino Béjar, además de tubas y violas que arreglan y ajustan la visión de unas canciones sencillamente tremendas a las que sienta como un guante en la mayoría de los casos el barniz moderno y los aderezos marca de la casa. El andamiaje panamericano desmontado y electrificado en la 'Chacarera de un triste', en la que de paso reinventa la música caribeña, el falso subidón etílico del corrido mexicano en 'Ánimas , que no amanezca', la melancolía bolerística de 'Mi sueño prohibido', el otro lado de la ranchera tradicional cuando entona 'Que me lleve la tristeza', el fatídico vals peruano traducido en desgarro y súplica en 'Ódiame', y en fin, unas gotas de salsa ('El día de mi suerte'), cumbia, tango ('Cosas olvidadas') y rock -sí, ya salió la palabra maldita- en un disco-trayecto con cuatro partes bien diferenciadas. De ellas, tal vez la central y más disfrutable sea la que encabeza ese blues andino que casi deviene en psicodelia latina llamado 'El mulato (Licenciado)' unido sin solución de continuidad al 'Diario de un borracho' (con un título así, podemos imaginar cualquier cosa), un tramo en el que el tan temido término "disco conceptual" empieza a cobrar sentido. La parte introspectiva la aportan 'Pa llegar a tu lado', un tema original de Lhasa de Sela, una de las artistas más admiradas por Bunbury tristemente desaparecida hace poco más de un año; 'Vida', un pequeño homenaje a la música criolla; y la impresionante milonga final, tal vez la pieza más valiosa del álbum, 'El cielo está dentro de mí', con versos de pura tragedia ("El alma escribe sus libros pero ninguno los lee") que sólo un artista como él puede cantar como si hubieran salido de su propio corazón.

Para un fundamentalista del rock la decisión de grabar un disco de versiones dentro de un territorio tan propenso a enfangarse en arenas movedizas (en España estamos tan acostumbrados a la morralla reggaetonera y a tanto artistillo de tercera camuflado entre absurdas coreografías, mera carne de radio fórmula estival) puede resultar cuestionable, pero cuando escuchas un trabajo tan pulcro, trabajado y profundo como este, te rindes a la evidencia una vez más y deseas que este desventurado Licenciado Cantinas protagonice al menos una parte de tu vida. Y que siga viviéndola contigo.

Fuente: Thriller Magazine (España)

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