Con impronta de bodegón, y acompañado por una estupenda banda llamada "Los Santos Inocentes", Quique hace pie con desparpajo sobre el escenario, su lugar en el mundo, y lleva clavados los casi 10 mil pares de ojos presentes sobre el lomo, sin que esto le haga mella.
Canta y baila inmerso en un traje negro con vivos naranjas, gesticula y se desenvuelve con maestría, hace pie con "canciones cantineras y revolucionarias" de su última placa como la cumbia "El solitario" y la ranchera "Ánimas, que no amanezca"; o ya clásicos como "El Extranjero", "La señorita hermafrotita" y "Sácame de aquí".
El guitarrista Álvaro Suite es a Bunbury lo que Caniggia a Maradona. Alero derecho en el escenario como en un bar, lleva el swing en su acústica, y se complementa mágicamente con la filosa guitarra de Jordi Mena para introducir "Que tengas suertecita" o al acompañar la faceta boxeadora del anfitrión en "No me llames cariño", de cadenciosa percusión.
Las luces naranjas envuelven a la banda, que suena fuerte y clara en todo el estadio, aunque recibe quejas de un pequeño grupo que se ubica pegado al artista, en lo que se denomina "campo vip" que llevan a Bunbury a patear un monitor como reclamo. Muchas veces estar tan cerca no es sinónimo de ubicación de privilegio en lo que a sonido respecta.
Con la lírica siempre puesta en la idea del trovador vagabundo, que siempre está de paso trayendo sus alegrías y pesares, el ex líder de los Héroes del Silencio repasa perlas de su carrera solista como "De todo el mundo", "Sí" y "El Hombre delgado que no flaqueará jamás", dejando de lado, por completo, y sin quejas del público, las gemas de la banda que comandó décadas atrás.
Más de veinte temas sin respiro a lo largo de dos horas tuvieron como epílogo "un blues de Atahualpa Yupanqui", como presentó a la zamba "El cielo está dentro de mí", y el tango "Cosas olvidadas", con acordeón y acústicas, dos perlas dedicadas a la Argentina incluidas en "Licenciado Cantinas".
Luego de un corto amague, "…Y al final", del disco "Flamingos", invitaba a la despedida al treintañero publico que acompañó la vuelta de Enrique Bunbury, este rockero bohemio y desfachatado que, como en cada paseo por Buenos Aires, no dejó gota por sudar, y puso todas sus credenciales arriba de la mesa entregando una especialísima noche de cantina.
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